El Viernes Santo dura veinticuatro horas con todos sus segundos que van hilvanados desde San Antonio Abad hasta San Bartolomé, desde la madrugada fría que hace puente y puerta de la Pasión hasta la tarde serena de ese mismo viernes. Veinticuatro horas de amor. Aguardé como un niño la ilusión de ser nazareno en Carmona como la primera vez que lo fui en Sevilla. Pocas cosas tan robustas y penetrantes como la mirada amable de Nuestro Padre. Allí estaba el refugio que esperaba, allí estaba toda la memoria de lo perdido y del porvenir. En el abrazo cariñoso de la cruz, venía este Jesús Nazareno a mi encuentro. ¡Qué bonito es ser de Nuestro Padre! Solo en una memoria inventada puedo recrear el momento de salir al paso de historia de amor que existía antes de que lo supiera. Ahora solo me queda la paciencia de esperar, de nuevo, el día de Dios. Un día en el que, quizá, pueda ser nazareno de cera blanca en los tramos de la más Dulce Nazarena para seguir, como cirineo, a este Dios con nosotros en Carmona.